Jorge

Nos prometimos morir juntos. Ni un día más ni un día menos. Hace 14 años rompí mi promesa y cada día siento la culpa de respirar sin ella (siento como que es trampa, después de todo). No sé bien si ella se fue antes de tiempo o si a mí se me pasó la mano, pero esta brecha insoportable hizo de mí algo que nunca había visto: un hombre despreocupado por su salud y su trabajo, despeinado, sin corbata. Me rasuro cada dos o tres días. Ella siempre cuidó de mí, y creo que si me viera en este momento estaría algo decepcionada. La extraño todos los días.

Nunca nos casamos. Después de titularme de abogado, nos fuimos a un departamento pequeño en la calle Matanzas, en Lindavista. Matanzas 693. Yo me preocupaba demasiado por el dinero y el trabajo —tenía caspa hasta en las cejas, imagínese usted. Pero sobrevivimos. Estuvimos años en esa calle, a un par de cuadras del parque donde se ponía el mercado los domingos. A decir verdad, hoy sí me arrepiento de no haber cumplido sus caprichos de caminar de blanco sobre un pasillo color sangre. Por mi culpa, ella pasó de ser el orgullo de su familia —la única que fue a la universidad, aunque nunca se tituló— a una terrible decepción: la única que vivió en pecado.

Pasaron los años y la sentencia de su vientre vacío fue diluyendo sus sonrisas. Uno no comprende cuánto desea algo hasta que se le niega la posibilidad de obtenerlo. Pocas cosas duelen como una puerta cerrada. Es mejor tener algo y perderlo que quererlo y nunca tenerlo, pues por lo menos quedan las memorias. Perdimos dos bebés y, naturalmente, buscamos razones más allá de la medicina para justificarlo. Los doctores dijeron que el problema era ella y no yo, algo de su útero. Yo busqué esperanzas en su cuerpo: la dieta, el ejercicio, el calcio y el hierro. Algo se les tiene que haber pasado, le decía. Ella buscó las suyas en la religión. Tal vez su madre tenía razón cuando dijo que Dios todo lo veía y tomaría cartas en el asunto. Vivir fuera del matrimonio no era poca cosa y el castigo no lo iba a ser tampoco.

Empezamos con las misas los domingos en la iglesia de la esquina, la parroquia de San Cayetano. Siguieron los rosarios, las veladoras, los rezos cada noche. A veces, en las noches, me hacía el dormido y la escuchaba murmurar a la orilla de la cama. Supongo que es algo normal que, cuando algo no funciona en tu vida, lo canalices hacia tus relaciones personales. Te desquitas, ¿no? De alguna forma ella me culpaba por nuestra familia incompleta. Las mujeres saben perfectamente cuando uno se equivoca y estaba convencida de que el hecho de nunca habernos casado había sido nuestro gran error. Me pidió que me fuera de la casa. Le dolía ver mi cara porque le recordaba nuestro fracaso, nuestra frustración, la vida que habíamos planeado y ahora nunca iba a ser nuestra.

Ahí, al borde de la desesperación y la desesperanza, fue cuando nos acercamos a la Santa Muerte. No teníamos nada que perder —y es difícil encontrar una persona que te diga algo malo sobre Ella, o que no le cumplió.

(Yo nunca había creído en esas cosas, ¿eh? Siempre me costó trabajo creer en cualquier cosa que mis ojos no vieran: Dios, las bacterias, el alma, los ovnis. Pero no tenía idea de lo que me esperaba.)

Una tía de ella nos la presentó diciendo que, si de verdad queríamos un bebé, se lo teníamos que pedir a Ella. Borramos cualquier rastro de otros santos de la casa —los listones de San Charbel, las veladoras de San Judas— y le dimos todo el espacio a la Santa Muerte. Es una imagen macabra, ¿sabe? Llegar en la noche y verla ahí, mirándote sin ojos, no es cosa fácil. Aunque con el tiempo se vuelve algo familiar, una cara conocida, pero no de la noche a la mañana. Me sacaba unos sustos en la madrugada que ni le cuento…

Unas semanas después estaba yo en el despacho y sonó el teléfono. ¡Estaba embarazada! ¿Puede usted creerlo? Los médicos no tenían explicación. Yo no tenía explicación. Resultó que su útero estaba en perfectas condiciones. El ultrasonido arrojó imágenes maravillosas. De pronto mi mujer estaba esperando un bebé y, unos meses después, nació Jorgito. Las sonrisas regresaron y por eso recuerdo Matanzas 693 como el lugar donde empezó mi vida.

—Chatita, a todo esto, ¿qué le prometiste a la Flaca, eh?

—Nada grave, gordo. No te preocupes. Los dos vamos a poder.

—No me vayas a salir con que le prometiste algo del dominó…

—No, mi amor. Por supuesto que no. Le prometí nomás que dejaríamos de fumar.

—¿Que qué? ¿Por qué hiciste eso?

—A ver, Jorge. Cálmate. Tenía que ser algo difícil, un sacrificio de verdad. Dejar de fumar nos va a costar y hasta nos va a hacer bien en un futuro.

—¡Podías prometerle cualquier cosa, mujer! Rezar, ir de rodillas a no sé dónde, darle tequila o algo… pero carajo, ¿el cigarro qué tiene que ver?

La convencí (o eso decía ella) de no dejar el vicio y de agradecer a la Santa de otras formas. “A Ella no le importan esas cosas, le importa que creas”, yo le decía. Unos años después le diagnosticaron cáncer de pulmón a mi chatita. Era obvio que Ella nos estaba cobrando haber roto nuestro juramento, y aunque pedimos perdón, al final se la llevó. Me dejó a mí para que sufriera y para que corriera la voz: si te pasas de listo con Ella, aguas, porque te cobra doble. Gracias a Dios me dejó a Jorgito. Espero educarlo como el hombre que a mi chatita le hubiera gustado ver: bien peinado.